Leyendas de Oratorio


UN VIAJE DEL TUNJO
Por Luis Ignacio Muñoz 
Dicen que en las profundidades del Cerro del Tunjo habitan hombres encantados que sobreviven allí desde la llegada de los españoles. Son seres de color dorado que a veces, cuando salen a los pueblos, se les ve solitarios y extraños. Otros semejantes a ellos habitan en lo profundo de algunas de las lagunas sagradas y visitan la plaza de Zipaquirá en días de mercado pero nadie sabe ni se atreve a averiguar por cual camino se van. Por el color amarilloso de su pelo y la piel se cree que se trata de los mismos hombres y mujeres. El caso es que hay épocas del año en que se desplazan del cerro del Tunjo al cerro del Santuario que queda en las proximidades de Nemocón. A veces se ven viajar solos, en otras, van en una especie de balsa por el Rio Neusa o el Rio Viejo que es una quebrada que desemboca en el Neusa y aguas abajo se encuentra con el  Checua que llega hasta el Rio Bogotá y aunque ninguno de estos ríos llega a bordear el cerro si hay indicios que ciertas crecientes hayan explayado su caudal hasta las proximidades.
Esto sucedió una noche de 1940, cuando la Vereda todavía no se llamaba El Oratorio y estaba dividida por dos haciendas muy grandes, un caserío en el centro de viviendas de adobe y ranchos pajizos bordeados con pequeñas parcelas. Cuentan que la noche era muy clara, repleta de luz de la luna y varios luceros grandes. No era noche de invierno como otras en que eran tan comunes las crecientes, el agua es turbia, desborda el río y corre alocada.
Contaba la gente del caserío que aquella vez desde temprano algo raro les hacía presagiar la luminosidad de la luna, era una luna que muy pocas veces  se había visto tan grande que parecía una vejiga inflamada. Lo cierto es que desde antes de oscurecer, las vacas y las ovejas empezaron a inquietarse y unas tras otras se empezaron a alejar de la orilla del río. Hasta el ruido de los pájaros y cierto cacareo de las gallinas  en los corrales como cuando hay un eclipse, empezó a generar un temor entre las personas que poco a poco se iba contagiando, por eso nadie se sintió con ganas de dormir. A alguien que venía en bicicleta de la zona de Cogua se le ocurrió decir que le habían contado que a eso de las cuatro se había derrumbado sobre el río un pedazo de cerro en donde llaman El Cardonal, que por humedad de la tierra, lo cual no les pareció muy creíble teniendo en cuenta que eran tiempos de verano, pero una porción de montaña derrumbada por donde pasa el agua era motivo para que repitieran un Ave María Purísima entre las señoras que venía a coincidir con esa extraña huida de los animales, en especial el bramido de las vacas y las ovejas que para algunos era una especie de aviso que debían tener en  cuenta.
Iban a ser las diez de la noche cuando muchos que habían estado  tranquilos creyeron que apenas era un rumor de esos que el temor agranda hasta convertirse en miedo de todos, pero un ventarrón que venía de la montaña y empezó a silbar en las ramas de los eucaliptos, los puso otra vez de pie en el patio de las casas.  Comprobaron que en las cercanías del río se empezaba a oír algo semejante a un rugido como si la corriente arrastrara toneladas de piedra, árboles arrancados de raíz, como si el agua turbulenta de toda la represa que surtía el río hiciera un desenfrenado viaje por las praderas. El ruido del agua aumentó mientras se acercaba. De nuevo se oía soplar un viento helado estrellándose contra los eucaliptos que bordeaban los potreros.
Cuando ya tenían la certeza de una creciente acompañada con borrasca que bajaba por el cauce del Neusa, fue la gente la que empezó a abrir los broches y las puertas de metal de las fincas para que los animales pudieran buscar de manera libre el refugio que se les antojara y se empezó a escuchar una enorme silbatina por todos lados de la gente arreando ganado a gritos pero era más bien siguiendo el rumbo de los animales que en manada se alejaban de las proximidades del río y las quebradas buscando escape por la carretera hasta llegar a la falda de la misma montaña del Tunjo pero hacia la parte norte en las proximidades de Casablanca.
Decían algunas mujeres que no salieron de sus casas porque habían quemado hojas de ramo bendecido de las palmas del domingo  de ramos  y rezado oraciones, que al detenerse en el patio a escuchar los ruidos que venían del río, les llegaban los gritos de algunos hombres en la orilla que intentaban atrapar algo que iba moviéndose en la corriente pero pensaban que se trataba de algunas reses que intentaban no dejar arrastrar por la creciente y se entabló una especie de batalla campal y pensaron que quien sabe cuántos iban a ser devorados por las aguas enfurecidas.
Decían quienes habían ido detrás del ganado que era una enorme masa de agua turbia porque llevaba tierra y pedazos de troncos y en algunas partes arrancaba de cuajo los eucaliptos y los alisos, algunos eran empujados por la corriente,  el agua se salía del cauce invadiendo los potreros  pero sólo anegó los terrenos más bajos. Unos contaban que en la cresta de la creciente iba navegando un hombre acaballado en uno de los enormes palos secos derribados por la borrasca. Que tenía el tamaño de un humano normal y era de color amarillo dorado, brillaba con la luz de la luna sin desviarse del cauce desaforado del río. Otros hablan de una balsa de junco que flotaba aguas abajo de manera más tranquila. Encima iban varios muñecos de la estatura de niños de ocho años sentados  mirando hacia adelante pero quietos como estatuas de piedra y eran de color del oro que resplandecían en la penumbra. Se oía una música que jamás volvieron a escuchar en ningún otro lugar, de una hermosura extraña. Algunos comparan a una especie de flautas y dulzainas y cuando alguien intentó arrojarles sal fue derribado por la corriente y se salvó de ahogarse de puro milagro.
Otros dicen que intentaron enlazar al hombre que iba montado en el tronco utilizando un rejo bendecido. Pero fue inútil. Varios lo contemplaron un momento muy breve, apenas para tenerlo en la memoria el resto de su existencia y luego lograr escapar. Nadie sabe qué pasó después. Como a eso de la una de la mañana todo empezó a volver a la normalidad. La corriente del río volvió a su cauce de siempre. Apenas quedaron las tierras más bajas inundadas de agua color arenoso, cultivos anegados y eucaliptos en el suelo.
Dicen que era un Tunjo que se trasladó de un cerro al otro y que permanecerá allí muchos años, nadie sabe cuántos. Un día tal vez decida volver a cambiar de sito y por fin alguien lo atrape con el conjuro de la sal y el agua bendita y se convierta en una figura de oro porque se ha roto el encantamiento.


UN ATAUD EN LA CARRETERA
Por Luis Ignacio Muñoz 
Ya casi era media noche, el resplandor intenso de la luna iluminaba el camino empedrado por entre las ramas oscuras de los eucaliptos y las sombras transparentes se dibujaban en el suelo como muy pocas noches. Nicolás había sido el último en salir de la tienda y recordaba que al despedirse todas decían no explicarse por qué las horas pasaban más rápido cuando nadie trabajaba y todo estaban contentos como esa tarde después de salir de las labores diarias, igual que tantas otras tardes tomando en El Resbalón. Llevaba caminando largo rato desde la tienda cuando llegó a la entrada de la finca que se llama Verdún con su vieja mata de bejuco enredada a un espino  que servía a la gente para escampar de los aguaceros y tenía forma de bohío.
Tan acostumbrado a ver siempre los eucaliptos de la orilla, el espino y la soledad del camino iba a paso tranquilo sin fijarse en nada hasta que justo a la entrada, a unos metros de la enorme mata se le apareció un ataúd negro como el azabache tirado en el camino. Del susto lo único que se le ocurrió fue pasar por un lado y correr  todo lo más rápido que pudiera, sin embargo, entre más intentaba acercarse a la otra orilla donde la carretera estaba desierta, el ataúd se le atravesó. Volvió a hacerse por el otro lado pero de nuevo no lo dejó pasar. O el ataúd se había movido con él o en ningún momento cambiaron de sitio, nunca pudo  explicarlo. Un extraño sopor como bruma densa le fue anegando el entendimiento. Quiso andar, ahora el camino se le ensanchaba, ya no se veía la hilera de eucaliptos altos ni el matorral en forma de choza de la entrada de Verdún, ni el ataúd estaba atravesado en el camino ni le cerraba el paso… porque  en ese momento volvió a salir de la  tienda El Resbalón, tal y como si nunca antes se hubiera ido. La puerta estaba cerrada. Llamó desde el patio, señora Ana Delina ábrame que vengo de ver algo horrible en el camino, ábrame. Se acercó y golpeó insistente. Luego esperó largo rato y volvió a insistir, señora Ana Delina, no me puedo devolver. Nadie le respondió ni se levantaron a abrirle. Apenas la soledad de la noche llenaba de sombras la vieja vivienda de paja y adobes.
Decidió regresar de nuevo a la casa yendo más de prisa por el camino. Esto tampoco lo pudo entender el resto de su vida ni los que lo escucharon contar la historia, si por entre los deshechos  hubiera podido llegar también. La luna seguía iluminando como una linterna lejana la expansión de los trigales maduros. Un viento suave mecía las ramas de los viejos eucaliptos. Poco rato demoró en llegar a la entrada de Verdún con su portón amplio, el bohío de enredaderas y otra vez el ataúd atravesado en la carretera en aquel momento indeterminado, lo hicieron detener su caminata. Igual que antes trató de esquivarlo pasando por un lado. Como si se le atravesara a lo ancho del camino le cerró el paso y sintió que la lengua se le ponía como una piedra. Una angustia que le puso a temblar hasta la ruana lo hizo quedarse un instante de pie frente al ataúd. Un instante porque en ese momento algo como un vahído le nubló la visión y creyó que iba a caer en algo profundo parecido a un zanjón en el borde de la vía. Pero no. Otra vez resultó saliendo de la cantina El Resbalón. De nuevo golpeo con más fuerza señora Ana Delina ábrame que ya he visto dos veces ese condenado ataúd, pero la casa le pareció desocupada y la soledad se hizo más grande. Pasó un buen rato lleno de demasiada quietud. Nada por ningún lado, por qué no me quiere abrir, señora Ana Delina, pero  tampoco, fue como si ella ya no viviera en aquella vieja y fea casa de la que había salido hacía apenas un rato. Decidió regresar. Ahora eran sus pisadas en el empedrado rompiendo el silencio a lo largo de la carretera hasta llegar al frente de la entrada de Verdún. La mata de espino enredada de bejuco alrededor y el ataúd por tercera vez cerrándole el paso.
 Fueron siete o fueron nueve veces, no podía evitar el miedo cuando recordaba y creía haber perdido la cuenta al ir en seis y la señora Ana Delina y el marido juraron siempre que nunca se escucharon ruidos fuera de la casa a pesar de que ella dormía apenas un par de horas y le repetía, pero Nicolás, usted no se fue tan borracho esa noche, pero no importaba ya. Sólo hasta la madrugada en el momento en que cantaron los gallos y empezó  desaparecer aquel extraño silencio pudo regresar a la casa. Decían los vecinos que madrugaban al trabajo que lo vieron pasar a toda prisa como si alguien lo fuera persiguiendo y no podía hablar. Al llegar al patio  cayó en el suelo como si descargaran un bulto de papa y la esposa creyó que se iba a morir de algún ataque, pero era el frio de la madrugada el que lo hacía sentir las partes del cuerpo pesadas como rocas cuando intentaba hablar.




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