UN VIAJE DEL TUNJO
Dicen
que en las profundidades del Cerro del Tunjo habitan hombres encantados que
sobreviven allí desde la llegada de los españoles. Son seres de color dorado
que a veces, cuando salen a los pueblos, se les ve solitarios y extraños. Otros
semejantes a ellos habitan en lo profundo de algunas de las lagunas sagradas y
visitan la plaza de Zipaquirá en días de mercado pero nadie sabe ni se atreve a
averiguar por cual camino se van. Por el color amarilloso de su pelo y la piel
se cree que se trata de los mismos hombres y mujeres. El caso es que hay épocas
del año en que se desplazan del cerro del Tunjo al cerro del Santuario que
queda en las proximidades de Nemocón. A veces se ven viajar solos, en otras,
van en una especie de balsa por el Rio Neusa o el Rio Viejo que es una quebrada
que desemboca en el Neusa y aguas abajo se encuentra con el Checua que llega hasta el Rio Bogotá y aunque
ninguno de estos ríos llega a bordear el cerro si hay indicios que ciertas
crecientes hayan explayado su caudal hasta las proximidades.
Esto
sucedió una noche de 1940, cuando la Vereda todavía no se llamaba El Oratorio y
estaba dividida por dos haciendas muy grandes, un caserío en el centro de
viviendas de adobe y ranchos pajizos bordeados con pequeñas parcelas. Cuentan
que la noche era muy clara, repleta de luz de la luna y varios luceros grandes.
No era noche de invierno como otras en que eran tan comunes las crecientes, el
agua es turbia, desborda el río y corre alocada.
Contaba
la gente del caserío que aquella vez desde temprano algo raro les hacía
presagiar la luminosidad de la luna, era una luna que muy pocas veces se había visto tan grande que parecía una
vejiga inflamada. Lo cierto es que desde antes de oscurecer, las vacas y las
ovejas empezaron a inquietarse y unas tras otras se empezaron a alejar de la
orilla del río. Hasta el ruido de los pájaros y cierto cacareo de las
gallinas en los corrales como cuando hay
un eclipse, empezó a generar un temor entre las personas que poco a poco se iba
contagiando, por eso nadie se sintió con ganas de dormir. A alguien que venía
en bicicleta de la zona de Cogua se le ocurrió decir que le habían contado que
a eso de las cuatro se había derrumbado sobre el río un pedazo de cerro en
donde llaman El Cardonal, que por humedad de la tierra, lo cual no les pareció
muy creíble teniendo en cuenta que eran tiempos de verano, pero una porción de
montaña derrumbada por donde pasa el agua era motivo para que repitieran un Ave
María Purísima entre las señoras que venía a coincidir con esa extraña huida de
los animales, en especial el bramido de las vacas y las ovejas que para algunos
era una especie de aviso que debían tener en
cuenta.
Iban
a ser las diez de la noche cuando muchos que habían estado tranquilos creyeron que apenas era un rumor
de esos que el temor agranda hasta convertirse en miedo de todos, pero un
ventarrón que venía de la montaña y empezó a silbar en las ramas de los
eucaliptos, los puso otra vez de pie en el patio de las casas. Comprobaron que en las cercanías del río se
empezaba a oír algo semejante a un rugido como si la corriente arrastrara
toneladas de piedra, árboles arrancados de raíz, como si el agua turbulenta de
toda la represa que surtía el río hiciera un desenfrenado viaje por las
praderas. El ruido del agua aumentó mientras se acercaba. De nuevo se oía
soplar un viento helado estrellándose contra los eucaliptos que bordeaban los
potreros.
Cuando
ya tenían la certeza de una creciente acompañada con borrasca que bajaba por el
cauce del Neusa, fue la gente la que empezó a abrir los broches y las puertas
de metal de las fincas para que los animales pudieran buscar de manera libre el
refugio que se les antojara y se empezó a escuchar una enorme silbatina por
todos lados de la gente arreando ganado a gritos pero era más bien siguiendo el
rumbo de los animales que en manada se alejaban de las proximidades del río y
las quebradas buscando escape por la carretera hasta llegar a la falda de la
misma montaña del Tunjo pero hacia la parte norte en las proximidades de
Casablanca.
Decían
algunas mujeres que no salieron de sus casas porque habían quemado hojas de
ramo bendecido de las palmas del domingo
de ramos y rezado oraciones, que
al detenerse en el patio a escuchar los ruidos que venían del río, les llegaban
los gritos de algunos hombres en la orilla que intentaban atrapar algo que iba
moviéndose en la corriente pero pensaban que se trataba de algunas reses que
intentaban no dejar arrastrar por la creciente y se entabló una especie de
batalla campal y pensaron que quien sabe cuántos iban a ser devorados por las
aguas enfurecidas.
Decían
quienes habían ido detrás del ganado que era una enorme masa de agua turbia
porque llevaba tierra y pedazos de troncos y en algunas partes arrancaba de
cuajo los eucaliptos y los alisos, algunos eran empujados por la
corriente, el agua se salía del cauce
invadiendo los potreros pero sólo anegó
los terrenos más bajos. Unos contaban que en la cresta de la creciente iba
navegando un hombre acaballado en uno de los enormes palos secos derribados por
la borrasca. Que tenía el tamaño de un humano normal y era de color amarillo
dorado, brillaba con la luz de la luna sin desviarse del cauce desaforado del
río. Otros hablan de una balsa de junco que flotaba aguas abajo de manera más
tranquila. Encima iban varios muñecos de la estatura de niños de ocho años
sentados mirando hacia adelante pero
quietos como estatuas de piedra y eran de color del oro que resplandecían en la
penumbra. Se oía una música que jamás volvieron a escuchar en ningún otro
lugar, de una hermosura extraña. Algunos comparan a una especie de flautas y
dulzainas y cuando alguien intentó arrojarles sal fue derribado por la
corriente y se salvó de ahogarse de puro milagro.
Otros
dicen que intentaron enlazar al hombre que iba montado en el tronco utilizando
un rejo bendecido. Pero fue inútil. Varios lo contemplaron un momento muy
breve, apenas para tenerlo en la memoria el resto de su existencia y luego
lograr escapar. Nadie sabe qué pasó después. Como a eso de la una de la mañana
todo empezó a volver a la normalidad. La corriente del río volvió a su cauce de
siempre. Apenas quedaron las tierras más bajas inundadas de agua color arenoso,
cultivos anegados y eucaliptos en el suelo.
Dicen
que era un Tunjo que se trasladó de un cerro al otro y que permanecerá allí
muchos años, nadie sabe cuántos. Un día tal vez decida volver a cambiar de sito
y por fin alguien lo atrape con el conjuro de la sal y el agua bendita y se
convierta en una figura de oro porque se ha roto el encantamiento.
UN ATAUD EN LA CARRETERA
Por Luis Ignacio Muñoz
Ya
casi era media noche, el resplandor intenso de la luna iluminaba el camino
empedrado por entre las ramas oscuras de los eucaliptos y las sombras
transparentes se dibujaban en el suelo como muy pocas noches. Nicolás había
sido el último en salir de la tienda y recordaba que al despedirse todas decían
no explicarse por qué las horas pasaban más rápido cuando nadie trabajaba y
todo estaban contentos como esa tarde después de salir de las labores diarias,
igual que tantas otras tardes tomando en El Resbalón. Llevaba caminando largo
rato desde la tienda cuando llegó a la entrada de la finca que se llama Verdún
con su vieja mata de bejuco enredada a un espino que servía a la gente para escampar de los
aguaceros y tenía forma de bohío.
Tan
acostumbrado a ver siempre los eucaliptos de la orilla, el espino y la soledad
del camino iba a paso tranquilo sin fijarse en nada hasta que justo a la
entrada, a unos metros de la enorme mata se le apareció un ataúd negro como el
azabache tirado en el camino. Del susto lo único que se le ocurrió fue pasar
por un lado y correr todo lo más rápido
que pudiera, sin embargo, entre más intentaba acercarse a la otra orilla donde
la carretera estaba desierta, el ataúd se le atravesó. Volvió a hacerse por el
otro lado pero de nuevo no lo dejó pasar. O el ataúd se había movido con él o
en ningún momento cambiaron de sitio, nunca pudo explicarlo. Un extraño sopor como bruma densa
le fue anegando el entendimiento. Quiso andar, ahora el camino se le
ensanchaba, ya no se veía la hilera de eucaliptos altos ni el matorral en forma
de choza de la entrada de Verdún, ni el ataúd estaba atravesado en el camino ni
le cerraba el paso… porque en ese
momento volvió a salir de la tienda El
Resbalón, tal y como si nunca antes se hubiera ido. La puerta estaba cerrada.
Llamó desde el patio, señora Ana Delina
ábrame que vengo de ver algo horrible en el camino, ábrame. Se acercó y
golpeó insistente. Luego esperó largo rato y volvió a insistir, señora Ana Delina, no me puedo devolver.
Nadie le respondió ni se levantaron a abrirle. Apenas la soledad de la noche
llenaba de sombras la vieja vivienda de paja y adobes.
Decidió
regresar de nuevo a la casa yendo más de prisa por el camino. Esto tampoco lo
pudo entender el resto de su vida ni los que lo escucharon contar la historia,
si por entre los deshechos hubiera
podido llegar también. La luna seguía iluminando como una linterna lejana la
expansión de los trigales maduros. Un viento suave mecía las ramas de los
viejos eucaliptos. Poco rato demoró en llegar a la entrada de Verdún con su
portón amplio, el bohío de enredaderas y otra vez el ataúd atravesado en la
carretera en aquel momento indeterminado, lo hicieron detener su caminata.
Igual que antes trató de esquivarlo pasando por un lado. Como si se le
atravesara a lo ancho del camino le cerró el paso y sintió que la lengua se le
ponía como una piedra. Una angustia que le puso a temblar hasta la ruana lo
hizo quedarse un instante de pie frente al ataúd. Un instante porque en ese
momento algo como un vahído le nubló la visión y creyó que iba a caer en algo
profundo parecido a un zanjón en el borde de la vía. Pero no. Otra vez resultó
saliendo de la cantina El Resbalón. De nuevo golpeo con más fuerza señora Ana
Delina ábrame que ya he visto dos veces ese condenado ataúd, pero la casa le
pareció desocupada y la soledad se hizo más grande. Pasó un buen rato lleno de
demasiada quietud. Nada por ningún lado,
por qué no me quiere abrir, señora Ana Delina, pero tampoco, fue como si ella ya no viviera en
aquella vieja y fea casa de la que había salido hacía apenas un rato. Decidió
regresar. Ahora eran sus pisadas en el empedrado rompiendo el silencio a lo
largo de la carretera hasta llegar al frente de la entrada de Verdún. La mata
de espino enredada de bejuco alrededor y el ataúd por tercera vez cerrándole el
paso.
Fueron siete o fueron nueve veces, no podía
evitar el miedo cuando recordaba y creía haber perdido la cuenta al ir en seis
y la señora Ana Delina y el marido juraron siempre que nunca se escucharon
ruidos fuera de la casa a pesar de que ella dormía apenas un par de horas y le
repetía, pero Nicolás, usted no se fue
tan borracho esa noche, pero no importaba ya. Sólo hasta la madrugada en el
momento en que cantaron los gallos y empezó
desaparecer aquel extraño silencio pudo regresar a la casa. Decían los
vecinos que madrugaban al trabajo que lo vieron pasar a toda prisa como si
alguien lo fuera persiguiendo y no podía hablar. Al llegar al patio cayó en el suelo como si descargaran un bulto
de papa y la esposa creyó que se iba a morir de algún ataque, pero era el frio
de la madrugada el que lo hacía sentir las partes del cuerpo pesadas como rocas
cuando intentaba hablar.
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